En las diferentes vistas que se celebraron, los acusados se hicieron recíprocas imputaciones, y llegaron hasta revelar, cínicamente, en qué forma funcionaba el aparato de terror desatado en Oriente

A los pocos días del triunfo de la Revolución Cubana, el Gobierno de Estados Unidos inició, con sus medios de prensa, una feroz campaña, tendenciosa y sin fundamentos, contra la aplicación de la justicia a los esbirros batistianos que habían cometido numerosos crímenes de guerra contra la población civil y el Ejército Rebelde.

La fuga inesperada y precipitada del tirano Fulgencio Batista y de sus más cercanos colaboradores, en la madrugada del 1ro. de enero de 1959, dejó sin asidero en todo el país a cientos de asesinos y esbirros de los cuerpos represivos que no pudieron escapar de la justicia revolucionaria y fueron detenidos.

En esos primeros días de enero, comenzaron a aparecer, por casi todo el territorio nacional, numerosas fosas con cadáveres de los asesinados por los criminales batistianos, como si se trataran de cementerios particulares.

La cifra de cadáveres inhumados en el mes de enero ascendió a 172. Pero eso no era todo. Cuando el Ejército Rebelde ocupó la Jefatura de la Policía de Santa Clara, descubrió que los esbirros habían convertido calabozos en cámaras de tortura. Allí aparecieron numerosos instrumentos de martirio: vergajos, tenazas, aparatos para arrancar uñas, sacar ojos, romper huesos, que permanecían a la vista de todos, como monstruosa evidencia del proceder de los cuerpos represivos de la dictadura.

Una de las primeras responsabilidades que tenía la triunfante Revolución era la de aplicar la justicia a los esbirros y a los criminales de guerra que se encontraban detenidos, pendientes de ser juzgados. Por eso, se procedió a constituir, en toda la Isla, los Tribunales Revolucionarios que debían juzgarlos, a partir de la Ley Militar Cubana.

El Comandante Camilo Cienfuegos, en aquel momento jefe de las fuerzas de Mar, Tierra y Aire, que radicaban en la provincia de La Habana, se reunió el 12 de enero con un grupo de periodistas en su despacho del edificio del Estado Mayor del Ejército, en el Campamento Militar de Columbia (hoy Ciudad Libertad), a los que les dijo que «estaban en su entera libertad de acudir y presenciar los juicios, por los Tribunales Revolucionarios, contra los acusados por delitos cometidos contra el pueblo durante la pasada tiranía».

En esa reunión se encontraba presente el señor Jules Dubois, presidente de la Comisión de Libertad de Prensa de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), y corresponsal transitorio en Cuba del periódico Chicago Tribune, a quien el Comandante Cienfuegos le entregó un documento que lo autorizaba a visitar a los acusados en las cárceles militares, para que comprobara, personalmente, el trato que recibían.

El lunes 12 de enero fueron fusilados, en Santiago de Cuba, cuatro criminales de guerra responsables de haber cometido asesinatos y numerosas atrocidades a quienes caían en sus manos. No les importaba la edad, ni si eran mujeres u hombres, ni siquiera si militaban como revolucionarios o no.

Se trataba del capitán Antonio Gutiérrez, el teniente Enrique Despaigne, el sargento René Casso Pérez y el soldado Eladio Abreu Pedroso. En algunos de estos juicios, el testimonio de acusadores, testigos y familiares de las víctimas acumuló hasta 50 asesinatos.

En las diferentes vistas que se celebraron, los acusados se hicieron recíprocas imputaciones, y llegaron hasta revelar, cínicamente, en qué forma funcionaba el aparato de terror desatado en Oriente.

Mientras tanto, los medios de prensa estadounidenses calificaban los fusilamientos como «venganza» en «juicios populares», ignorando, conscientemente, que los fusilamientos se efectuaban de acuerdo con la Ley Militar Cubana y previas investigaciones y juicios de los Tribunales Revolucionarios.

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