El pequeño –e inmenso– libro está ya algo ajado. Durante unos 15 años, quizá más, ha sobrevivido a muchas relecturas, consultas, y disímiles cambios de librero y de casa, jamás acercándose ni por asomo a la pila donde van a parar los prescindibles, los que se regalarán.

El párpado abierto (Editorial Letras Cubanas, 2004), antología poética de Rubén Martínez Villena, con selección y prólogo de Juan Nicolás Padrón, es un título esencial en mi devenir como lectora, ese que a veces se confunde con la vida misma, o termina siéndola.

¿Cómo describir en la justa medida el impacto en un alma adolescente de poemas tan hermosamente amargos como Canción del sainete póstumo?: Y ya en la madrugada, sobre la concurrencia / gravitará el concepto solemne del «jamás» / vendrá luego el consuelo de seguir la existencia… / Y vendrá la mañana… pero tú, ¡no vendrás!

En el libro, los textos que componen La pupila insomneInsuficiencia de la escala y el irisMensaje lírico civil y Hexaedro rosa nos presentan el universo interior de un hombre que, así como fue magnético para sus contemporáneos, lo es aún a través de una obra poética prolija, humana y vibrante.

El influjo martiano se siente y se paladea. No en balde Raúl Roa, en El fuego de la semilla en el surco, afirmó que, para Villena, «el descubrimiento de José Martí –letra encarnada en acción– fue como si el sol se le volcase repentinamente en el pecho y le destellara en la sangre (…) se nutrió su recóndita vocación por la vida heroica, como suma de las más puras y feraces virtudes al servicio de un empeño excelso».

De cierto modo, y así como el Apóstol, Rubén sacrificó su vocación y talento literarios en función de lo que la Revolución pedía de él; a ella se dio completo, como afiebrado, asombrando por las fuerzas que salían de su cuerpo endeble, con pulmones muy enfermos; ímpetus tales que le permitieron dejar al dictador Gerardo Machado al borde del ataque, al plantarle cara con una valentía inusitada.

Seducían su mirada, que unos describen verde y otros, azul; su manejo implacable de la ironía, su conversación extraordinaria, su espíritu (acaso necesidad) de sacrificio. Todo ello está en sus poemas, porque la vida que se ofrendó a «matar bribones» para no hacer inútil, en humillante suerte, / el esfuerzo y el hambre y la herida y la muerte; era también, no hay dudas, una existencia marcada por lo sublime, su hallazgo y contemplación:

Entonces, a través de la fina malla de tus pestañas, verás todavía alargarse en mis pupilas ávidas un desperezamiento de panteras…

La belleza formal de sonetos como El Faro, en los que casi se puede escuchar el rugir del mar: Abajo, rocas y aguas: el multífono grito / de las olas que rompen; y a su caricia ruda / como un cendal de espumas la base de granito, / alternativamente, se viste y se desnuda, hacen pensar cuánto más podría haber dado de sí ese poeta muerto a la edad de 34, hace 90 años.

Pero acaso su legado sea recordarnos que la poesía es una esencia que no puede existir de espaldas a los dolores del mundo, si se es de veras Poeta. Villena, a través de su entrega, se hizo a sí mismo un faro, un hombre infinito.

Así Pablo de la Torriente Brau lo escribió:

«… fue de los hombres que no terminan, de los que no se acaban, cuando la tierra les cae encima de la caja… Era de los hombres que se transmiten, que legan, generosos, lo mejor de sí, a millares de hombres de los que realizan con ellos el verdadero milagro de ser inmortales…».

Por federico

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