Un verdadero domingo de gloria vivieron ayer las audiencias que en Santiago y La Habana compartieron los últimos compases de la trigésimo novena edición del Festival Internacional Jazz Plaza: en la Plaza de Marte de la urbe oriental y sobre las tablas de los teatros Nacional y Martí; en las naves de la Fábrica de Arte Cubano y en el sitio donde todo nació, la Casa de Cultura del municipio de Plaza de la Revolución.

A lo largo de una semana, cifras elocuentes: 258 presentaciones artísticas, 150 solistas e instrumentistas profesionales de primera línea procedentes de 21 países, agendas pletóricas de propuestas de la mañana a la noche, que abarcaron exposiciones, debates, clases magistrales y presentaciones discográficas como parte del coloquio Leonardo Acosta in memoriam y el Mariano Mercerón, y una programación artística intensa y variada, caracterizada por poner de relieve los vasos comunicantes y fecundantes entre el jazz y la música cubana.

Tal fue el signo de la nueva versión del concierto Cuba vive, protagonizado por Nachito Herrera, quien aglutinó a destacados y creativos instrumentistas (Germán Velasco, Yasek Manzano, Giraldo Piloto, Pancho Amat), vocalistas (Leo Vera, Niurka Reyes), estudiantes de la ena y del Amadeo Roldán, y el Coro Nacional de Cuba, dirigido por Digna Guerra.

En esa misma línea, pero sazonada de distinta manera, Ernán López-Nussa anudó clásicos cubanos y estándares estadounidenses en una poderosa evocación de las noches habaneras y uno de sus íconos, el pianista Felipe Dulzaides.

Con esas aproximaciones, de muy diverso calado y espectro estilístico, Jazz Plaza honró el espíritu de los fundadores. Ahí está uno de ellos, más vigente que nunca, Bobby Carcassés, que se dio el gusto de volver a los predios del teatro Martí. Él sigue siendo símbolo en el que todo cabe: el blues, el swing, el bebop, el cubop, el free jazz, la rumba, el bolero, los cantos rituales, la escena musical y toda la libertad que en las márgenes cruzadas del jazz y la música popular cubana es posible.

El evento rindió homenaje al Ballet Nacional de Cuba, que acaba de arribar a su aniversario 75. Viengsay Valdés, heredera artística de la formidable empresa fundada por Alicia, Fernando y Alberto Alonso, hizo espacio a un feliz maridaje con el jazz, al estrenar la obra Apparatus, de Raúl Reinoso, con música de Roberto Fonseca, pianista, compositor y director artístico del festival.

Tanto a La Habana como a Santiago llegaron viejos y fieles conocidos –Víctor Goines, Arturo O’ Farrill, Ted Nash– como nuevos visitantes que comienzan a ser entrañables para los amantes cubanos del jazz, díganse Aaron Goldberg, Emmet Cohen, el canario Ernesto Montenegro o el trinitario Etienne Charles.

Esta nota no puede abstraerse de una incidencia negativa para tomar en cuenta: la grotesca representación de una joven intérprete en la exposición desplegada en el vestíbulo de la sala Avellaneda. No solo es fallido el retrato por la alegoría a la que echó mano el artista –una gallinácea que nada tiene que ver con el talante humano y artístico de la retratada– sino por la inequívoca lectura racista y misógina que se desprende de la obra. En la alianza del jazz con las artes visuales, en un evento como este, debe primar el máximo rigor y responsabilidad conceptual en la curaduría. Tras la pifia, los organizadores se desente– dieron del asunto. Mal síntoma en medio de un extraordinario y memorable festival.

Por federico

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