La firma del Código de Ética de los cuadros de la Revolución Cubana me hizo recordar aquella vez en que el académico, desde la tribuna, con gestos y palabras que suelen utilizar los sabios, juntó comunicación y valores: «el primer mensaje es usted, el mensaje más importante es el cuadro, es el dirigente político».
Para el auditorio, el testimonio de aquella relación primordial era ya conocida por la práctica y el magisterio fidelista: «el socialismo es la ciencia del ejemplo».
Abundantes son las conexiones entre ética, dirección y comunicación, al recordar la referencia del profesor a la doble condición de mensajero y mensaje que porta quien ha sido mandatado para atender las demandas y contradicciones de la realidad; es decir, el cuadro de dirección.
Sobre ello apuntaré tres cuestiones centrales: la verdad, el diálogo con las personas, y la riqueza del argumento.
El culto a la verdad es la condición axiológica más relevante del discurso político en la práctica de la dirección. La verdad como garantía de la confianza, que legitima el diálogo de los cuadros con el pueblo; que actúa como un enlace indestructible entre valores y práctica política. En el concepto de Revolución –suerte de juramento militante–, el Comandante en Jefe lo demuestra cuando une ambas esferas, axiológica y comunicativa, en una sola y contundente frase: «Revolución es no mentir jamás ni violar principios éticos».
Claro que la pragmática política en ocasiones se ve obligada, por ejemplo, por razones de seguridad nacional, a proteger la información de las miradas indiscretas. Entonces las personas, para no perderse en la oscuridad, interpretan los acontecimientos a través de la confianza, esa condición ética construida día a día, en la práctica honesta del servicio público, de la transparencia de la gestión política, de la participación popular en la deliberación y la construcción colectiva de las decisiones, en el mensaje que porta el ejemplo personal.
En la práctica de dirección suele ocurrir que el cuadro necesita ir a lugares en los que el confort comunicativo se degrada; por la impaciencia del auditorio, la cultura, las erudiciones o las maneras enérgicas de decir de las personas. Puede ser que el lugar del debate sea una de esas comunidades en las que las demandas, pasado mucho tiempo, continúan insatisfechas; debido a que allí la desidia ha impuesto su aliento irritante, o porque las soluciones reales las robó el criminal acoso económico del enemigo.
Ante el auditorio que demanda, se va a dialogar y a explicar, porque eso es lo que hace un conductor revolucionario –recordemos a Fidel–, va a sentarse con las personas; primero a escuchar, incluso lo que suene terrible; pero no es solo escuchar, sino atender, responder, explicar, defender con argumentos las ideas, poner en práctica las experiencias colectivas exitosas, transformar lo posible, entre todos, y unir fuerzas, para enfrentar lo que parece imposible.
En tiempos de confusión y posverdad, de acceso global a la información es, como nunca antes, una obligación prepararse concienzudamente para cumplir con la labor especializada de dirección. Dicho en otras palabras, hay que estudiar, alimentar la curiosidad de saber, porque un cuadro preparado es un mensajero competente y, a la vez, un mensaje de respeto.
La retórica consignista no es soportable. Tan solo el argumento hondo, dicho en lenguaje claro, resulta valioso en la comunicación cotidiana y fundante entre dirigentes y dirigidos.
De dónde emergen las razones que sostienen los relatos de nuestra realidad, pues de los símbolos que nos alzan, de las palabras que juntan y crean consenso, del ejemplo personal, del conocimiento, del aprendizaje que devela y refrenda la verdad objetiva en el ejercicio sistemático y responsable del diálogo y la deliberación como práctica de una ética revolucionaria.
El Código de Ética de los cuadros de la Revolución Cubana no es un juramento formal ni una promesa en el papel, es un momento de íntima conciliación militante entre el deber y el fragmento de historia que nos toca ayudar a construir; no importa cuán pequeño o grande sea el alcance de la tarea, del territorio o del colectivo bajo el mando.
La misma mano que firma debe ser la que estreche –honesta y emocionada– las manos anchas y buenas de los obreros.