Un señor paseando su perro diminuto, la señora con la jaba de mandados; en la mañana fría, todo en la extensa superficie del parque casi desierto invitaba a la niña y el niño al juego desenfrenado en lo que comenzaba el taller de música: trepar superficies, correr, gritar, saltar…
En la calle 23, entre 30 y 32, en el Vedado habanero, el parque existe como un espacio limpio y silencioso, de una belleza monumental, algo ajada, por los colores desvaídos y algunos aparatos rotos. Pero la niña y el niño no atendieron a eso, sino a la libertad, y fueron felices, como seguro lo han sido otros muchos en ese lugar.
¿Cuántas citas se habrán concertado allí? ¿Cuántos no sonreirán al recordar pasajes de su infancia gestados en esos bancos, a la sombra verde de los árboles, o sobre las coloridas estructuras de cemento?
Nada, salvo un pequeño monumento y una tarja, delata que una vez aquel fue el sitio del terror rotundo. En esa manzana se alzaba el Buró de Investigaciones, una institución represiva de la dictadura de Batista donde se utilizaron para la tortura equipos electrónicos como la picana y la droga pentotal.
Dentro de sus muros, muchos revolucionarios fueron convertidos en moles deformes y sanguinolentas, para quebrarles la voluntad. Oscar Lucero Moya fue uno de ellos, allí cumplió 30 años, en medio de tormentos monstruosos.
Durante cerca de 20 días lo martirizaron tan salvajemente, que a pesar de que su madre y hermana lograron con sus ruegos la intervención del Nuncio Apostólico ante el dictador, decidieron no excarcelarlo por el estado al que lo habían reducido.
En un artículo publicado por la universidad que hoy lleva su nombre, se lee: «A pesar de ello, arrastrándose entre charcos de su propia sangre, tuvo ánimo para dejar constancia en la pared de su celda, de que el 18 de mayo estaba vivo todavía. Al día siguiente, el 19 apareció en la prensa una pequeña nota en la que informaban que había muerto en un enfrentamiento con la policía. Su cadáver lo sacaron en horas de la madrugada por el río Almendares en una lanchita que utilizaban los esbirros con los cuerpos ya destrozados y, en alta mar, fueron lanzados sus restos».
Oscar, que era una de las figuras principales del Movimiento 26 de Julio y que tenía tras de sí un historial tremendo de arrojo, en Oriente y en La Habana, había llegado allí por la delación de un traidor de sus propias filas.
Contaría después una compañera que fue apresada a la vez, que mientras la tranquilizaba, a él se le notaba en la mirada la convicción de que no iba a sobrevivir, pero también un orgullo tremendo.
Oscar Lucero Moya lo sabía todo, nombres, direcciones, planes, y no dijo una palabra. Las cintas magnetofónicas de los interrogatorios lo prueban. Por eso es el Mártir del Silencio.
Después de que triunfara la Revolución, se decidió demoler el tenebroso edificio y construir un parque infantil. Ya no se puede leer aquel mensaje escrito con sangre: «18 de mayo de 1958 aún vivo Oscar», y quizá muchos de quienes pasan su tiempo de espera o recreación en esa área tranquila ignoren su dolorosa historia.
No obstante, el mensaje digno del muchacho que no llegó a ver nacer a su hija está tan vivo como la paz que sobre él permanece, mientras la niña y el niño juegan, ajenos a la degradación bestial de que es capaz el ser humano cuando no tiene luces dentro de sí. Fundemos luces.