Uno de los elementos esenciales sobre los cuales descansaban las posibilidades de éxito de las acciones del 26 de julio de 1953 era la esperada incorporación masiva del pueblo oriental a la convocatoria insurreccional, que debía suceder inmediatamente después de la toma de los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes.

Fue justamente ese cálculo un factor determinante de que solo un residente de la ciudad de Santiago de Cuba –escenario principal de los acontecimientos planificados– participara de los aprestos conspirativos previos y de la fase inicial de la acción armada.

No era necesario movilizar ni poner en sobreaviso a las fuerzas revolucionarias de la urbe indómita, porque bastaría hacerles un llamado para que se levantaran al unísono sus hombres y mujeres, y nutrieran las filas del contingente libertario.

Por eso formaba parte primordial del plan, una vez en manos rebeldes la fortaleza del Moncada, la ocupación de la Cadena Oriental de Radio y la transmisión, por sus ondas, de himnos y documentos revolucionarios, entre ellos el último discurso de Chibás y el Manifiesto a la Nación, escrito por Raúl Gómez García, para convocar a los santiagueros a sumarse al estallido insurgente. Con ese propósito había acudido Fidel, en la propia madrugada del 26 de julio de 1953, horas antes del asalto, a Estrada Palma No. 156, domicilio del reconocido comentarista radial y dirigente ortodoxo, Luis Conte Agüero.

La denuncia valiente de Frank País le costó prisión, y transformó toda su rabia, dolor e impotencia, en la intensificación de su actividad revolucionaria.

Aunque nunca llegó a concretarse este segmento de la operación, la conducta de los habitantes de la capital oriental en los momentos posteriores a su fracaso proporcionó sobradas pruebas de cuán justificada había estado la confianza depositada en ellos por la dirección del movimiento revolucionario. No tuvieron la oportunidad de tomar las armas para formar parte del levantamiento; en cambio, se volcaron a la solidaridad con los asaltantes heridos y perseguidos, a la vez que condenaban los crímenes cometidos contra los prisioneros.

A la juventud santiaguera, el 26 de julio de 1953 no la había sorprendido en estado de reposo, sino en medio de una febril actividad conspirativa. Desde el mismo golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 se había opuesto resuelta al régimen tiránico, y no solo había demostrado su combatividad en numerosas manifestaciones y protestas callejeras, en la creación de varias organizaciones clandestinas que propugnaban la lucha armada como único modo posible para salir de la dictadura.

DE NOTICIAS CONFUSAS, SANGRE Y VALENTÍA JOVEN

Frank País García, un recién graduado maestro normalista de 18 años, ha pasado ya por varias agrupaciones insurreccionales. Ninguna de ellas, sin embargo, ha sido capaz de realizar una acción que brinde cauce a la rebeldía popular. Por tal razón, hace solo unos meses ha fundado, junto a otros compañeros, «Decisión Guiteras», un nuevo empeño colectivo con la voluntad de derrocar a Batista por vía violenta, pero que carece de los medios materiales para llevarla a cabo.

El ataque al Moncada produce entonces un profundo impacto en su ánimo y espíritu de lucha. La constatación de la existencia de un grupo de jóvenes que se ha atrevido a lanzar el primer golpe armado contra el dictador, lo mueve naturalmente a la simpatía y a intentar el contacto con ellos de inmediato.

Las primeras noticias son confusas, y los rumores apuntan a un enfrentamiento entre militares o a un intento de golpe de Estado dirigido por el coronel José Eleuterio Pedraza: «Yo acababa de venir de una excursión y estaba tan cansado que me acosté, y a eso de las 5 y media de la mañana me despertó un intenso tiroteo de ametralladora y rifles, me levanté con mi hermano y subimos al techo, de donde sentimos el tiroteo en el cuartel. Pensamos que eran salvas del carnaval, pero al ver que continuaban pensé que se trataría de broncas entre soldados, y al seguir el tiroteo pensé que se trataría de un golpe militar. Salí a la calle y me dijeron que era Pedraza que se había alzado en Cuba entera, los radios no funcionaban y no sabíamos nada. Tey vino a mi casa y fuimos a reunirnos unos cuantos, fuimos a las cercanías del cuartel a tratar de conectarnos con los supuestos soldados insurrectos, pero los batistianos nos impidieron pasar a tiro limpio, luego fuimos a buscar armas y no las encontramos, y anduvimos todo el día caminando y enterándonos de lo que pasaba», contaría Frank.

En medio de la espesa bruma levantada por la censura y la desinformación del régimen, pronto se va abriendo paso la verdad, y se va conociendo tanto la real identidad y los móviles de los asaltantes, como la orgía de crímenes y torturas cometidos por la soldadesca batistiana: «Yo los llegué a ver el domingo por la noche porque me llegué a colar con un grupo que traía un soldado herido, estaban todavía tirados en el suelo, todos llenos de sangre… Era algo horrible y más horrible aún el asesinato que están cometiendo por esas lomas sin que nadie los vea, asesinos y cobardes».

El impulso inicial fue el de buscar armas a como diera lugar, para intentar apoyar al grupo de moncadistas, en caso de que se pudiera todavía reanudar el combate. A tal fin se dirigieron Frank, Pepito, y otros amigos, a la casa de Temístocles Fuentes, líder estudiantil vinculado al Partido Auténtico y a las actividades subversivas de la «Triple a», con la esperanza de que les facilitara acceso a cualquier tipo de material bélico; pero, al llegar a su domicilio, se encontraron con que ya había sido apresado, lo que frustró la gestión, por suerte para los esbirros.

Era tal el grado de excitación y conmoción en que se hallaba Frank, por el estímulo que había significado para sus ideales el asalto al Moncada, y por la indignación que experimentaba frente a los asesinatos de los jóvenes insurgentes apresados, que de haber tenido un arma ese día, «por cada bala que me hubieran dado me hubiera llevado a uno».

Le provocaba desesperación quedarse de brazos cruzados mientras se masacraba impunemente a los asaltantes. De ahí la propuesta a sus compañeros de lo que debió haber sido la primera operación insurreccional de «Decisión Guiteras»: el rescate de los moncadistas recluidos en la prisión de Boniato.

A tal efecto, consiguió un plano del centro penitenciario, y pensó en vestir a sus combatientes con el uniforme militar, igual que se había hecho en el Moncada. Para resolver la carencia permanente de armamento que padecían, se internaron durante varias jornadas en las zonas de Aguadores y Siboney, sin éxito, en búsqueda de algunos fusiles que, según el ejército, podían haber dejado en su repliegue los atacantes. Lo infructuoso de la pesquisa impidió que el plan se llevara a vías de hecho.

Cerrada temporalmente la posibilidad de una acción, se concentró de inmediato en la denuncia de los crímenes recientes. Participó junto a Félix Pena en la redacción de un manifiesto, titulado Asesinato, en el que condenaba la carnicería perpetrada en el Moncada, y mencionaba por sus nombres a los principales autores de la matanza.

Convino con Ángel Martínez Pinillos, de militancia comunista y propietario de una reconocida y prestigiosa imprenta, en la tirada de 4 000 ejemplares, aunque solo llegó a salir la mitad, que se distribuyó profusamente por la ciudad. El 12 de agosto de 1953, en un registro practicado en el local de la imprenta y en las casas de sus trabajadores, la policía encontró algunas copias del manifiesto, y requerido sobre quién había sido el responsable de mandarlo a imprimir, el dueño señaló a Frank.

Tres días más tarde fue detenido el joven líder revolucionario, llevado a los calabozos del Servicio de Inteligencia Regimental (sir), e interrogado allí por el siniestro capitán Agustín Lavastida, uno de los asesinos denunciados en el texto.

Se le acusó en la causa 45/1953 ante el Tribunal de Urgencia, por violación del decreto presidencial 997, o Ley de Orden Público. Hasta el 2 de septiembre, fecha del juicio, en el que resultó absuelto por no haberse comprobado los hechos que se le imputaban, permaneció prisionero en el Vivac.

«No estoy mezclado en absolutamente nada, pero quisiera». Ese deseo que no pudo ser, el de compartir su suerte con aquellos jóvenes que vio «llenos de sangre, de balas y de honor», lo compensó Frank con la solidaridad y la denuncia valiente, que le costó prisión, y transformó toda su rabia, dolor e impotencia, en la intensificación de su actividad revolucionaria.

En lo adelante, los caminos de la libertad unirían para siempre su destino al de aquellos bravos que en la madrugada del 26 de julio de 1953 habían intentado, por asalto, la toma del cielo.

Por federico

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